La cueva de los cristales gigantes es uno de los lugares más fascinantes del planeta. Ubicada a unos 300 metros de profundidad en la
mina de Naica, en el estado mexicano de Chihuahua, esconde un paisaje onírico de grandes bloques de selenita pura que conforman
los cristales más gigantescos del mundo. Esta burbuja geológica brilla como la Luna, pero su imagen de cuento de hadas o de mundo de ciencia ficción contrasta con las extremas condiciones que encierra:
más de 50 grados de temperatura y un 98% de humedad que hacen imposible pasar más de unos minutos en su interior sin acabar deshidratado. Un grupo de investigadores españoles se ha adentrado en este infierno para conocer sus orígenes. La investigación, que aparece publicada en el último número de la revista
Proceedings de la Academia Nacional de Ciencias, demuestra que la belleza más impresionante se forma con el tiempo. El estudio concluye que
los cristales crecieron muy lentamente, en torno al espesor de un cabello humano por siglo, por lo que los científicos estiman que pueden tener
centenares de miles de años, incluso un millón. Para obtener estos resultados, el equipo, junto a otro laboratorio japonés,
diseñó un microscopio especial que mide velocidades bajísimas, imposibles de calcular de otro modo.
Los cristales de
Naica pueden medir hasta doce metros de longitud y uno de ancho.
Se formaron gracias al flujo del agua, que anegaba la cueva hasta que en 1975 fue drenada para explotar la mina y que, mientras circulaba, fue disolviendo la anhidrita del lugar (sulfato de calcio creado por magma caliente procedente de las profundidades de la Tierra que quedó allí atrapado) a la vez que se formaba yeso y aparecían los cristales. «Si la mina no se hubiera drenado, los cristales seguirían creciendo ahora», apunta el geólogo del CSIC Juan Manuel García Ruiz, profesor de investigación en la Universidad de Granada. Pero, ¿cuál fue la velocidad de crecimiento? ¿Cuánto tiempo tardó en formarse esta 'capilla sixtina' natural? «Los cristales son tan puros, que es imposible medir con precisión su edad por métodos radiactivos, así que diseñamos junto con los colegas japoneses un microscopio que pudiese medir velocidades bajísimas», explica. La velocidad resultó ser de
diez a la menos cinco nanómetros por segundo, «en torno al espesor de un pelo humano cada siglo». Es la velocidad más lenta jamás medida en la formación de cristales
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