Durante milenios el ser humano ha intentado responder a múltiples interrogantes acerca de la naturaleza de los sueños. Pero, ¿se puede contestar a estas preguntas desde la razón?
El sueño es uno de los fenómenos psicobiológicos que más ha intrigado al ser humano a lo largo de su historia. En torno a esta cuasimística actividad se han propuesto hipótesis y explicaciones desde las trincheras de la ciencia, el arte y la religión, pero al parecer cualquier respuesta parece insuficiente para contestar cabalmente a la pregunta de por qué soñamos.
La sociedad egipcia fue uno de los primeros grupos humanos que intentaron estructurar una interpretación en torno a la actividad onírica. Para ellos soñar era producto de una interacción con fuentes de información cercanas a la divinidad: a través de los sueños una persona entablaba un diálogo etéreo con planos metafísicos. Por su parte los griegos contemplaron la posibilidad de que el flujo onírico tuviera como fuente primigenia nuestra propia mente.
Siglos después apareció un neurólogo austriaco, Sigmund Freud, que vino a replantear la percepción humana ante los sueños. Para Freud estos representaban una especie de portal hacia la región más íntima de nuestra mente, el subconsciente, una especie de jardín secreto en donde almacenamos deseos ocultos, fantasía frustradas y una extensa fauna de mensajes codificados y símbolos. “La interpretación de los sueños es el camino regio al conocimiento de las actividades inconscientes de nuestra mente” afirmaba. Sin embargo, y a pesar de que los preceptos freudianos sirvieron como fundamento para el estudio científico de los sueños, su teoría mantenía aún varias interrogantes y manifestaba evidentes limitaciones en la búsqueda por abarcar la verdadera esencia de este “mundo paralelo” en el cual nos encontramos inevitable y afortunadamente inmersos.
Con el tiempo y el desarrollo de técnicas de estudio neurológico los científicos, con el Dr. William C. Dement a la cabeza, detectaron que tenemos al menos dos “tipos” de sueños. Por un lado el famoso REM (Rapid Eye Movement), que corresponde a un estado al que accedemos mientras dormimos profundamente y a partir del cual tejemos algunos de los más extravagantes escenarios y aventuras. En cambio, los sueños ajenos al REM son simples entrelazamientos entre la vida cotidiana y destellos surreales y se logran con un sueño ligero o un estado conocido como duermevela (la sutil cópula entre la fantasía y la “realidad”).
Pero más allá de estos aparentes descubrimientos, ¿cuál es la verdadera función de los sueños dentro de nuestra existencia? ¿Cómo influye esta actividad en esa faceta de nuestra vida a la que le hemos asignado el título de realidad? Diversos estudios han probado que resolver un problema, e. g. una compleja ecuación matemática, durante el sueño facilita su solución una vez despiertos. También se ha confirmado, a través de escáneres cerebrales, que cuando soñamos que estamos realizando una actividad determinada activamos la misma región en nuestro cerebro que se activa cuando de hecho la estamos llevando a cabo. Finalmente otros estudios científicos han comprobado que al parecer los sueños ligeros nos ayudan a estabilizar y fortalecer nuestras memorias, mientras que los sueños profundos, o sueños REM, nos permiten reorganizar sustancialmente el procesamiento de información al interior de nuestro cerebro y nos permiten entablar nuevas rutas de intraconexión, así como desarrollar diversas aptitudes cognitivas. Incluso se han establecido beneficios concretos del soñar para nuestra funcionalidad cerebral.
Para muestra de las anteriores afirmaciones basta recordar que en 1920 Otto Lew, quien eventualmente obtendría un Premio Nobel en reconocimiento a su trabajo, soñó un experimento con una rana que posteriormente probaría el hecho de que los impulsos nerviosos son transmitidos química y no eléctricamente, como se pensaba hasta ese momento. También tenemos el caso de el famoso químico Friedrich Kekule, quien descubrió la estructura de la molécula del benceno luego de que soñara un cúmulo de átomos formando una serpiente que mordía su propia cola (en clara alusión al divino arquetipo representado por el Ouroborus). Este descubrimiento, que en buena medida se debe a la lucidez del sueño, es uno de los pilares para la química orgánica moderna.
Pero más allá de los logros científicos o el desarrollo cognitivo, otra de las grandes aportaciones del soñar para la humanidad se encuentra en el plano de la creatividad. Por ejemplo, una sublime obra que William Blake pintó, luego de soñar el sueño de Jacob (Jacobs’s Dream) en un franco ejercicio de onirismo fractal. O qué decir del legendario poema Kubla Kahn, obra del genial Samuel Taylor Coleridge, y el cual fue acuñado en una transmisión que el escritor recibió durante un sueño que tuvo alrededor de 1797.
Otro factor que rebasa los límites de nuestra mente, y que también resulta fundamental en nuestro intento por comprender los sueños, son las emociones. Al parecer buena parte del simbolismo a partir del cual se tejen las narrativas oníricas esta directamente relacionado con la fuente emocional. En un estudio publicado por la revista New Scientist se detectó que el 40% de los sueños incluyen un entorno, entidad o sentimiento agresivo o amenazante. Y ante ello se ha acuñado una hipótesis que afirma que los sueños son también un mecanismo que nos permite prepararnos para afrontar eventuales situaciones incómodas o estresantes.
Y repasando las funciones y la naturaleza del soñar no podemos pasar por alto las cualidades pro evolutivas que se desdoblan de esta recreación de mundos imaginarios a la cual accedemos mientras descansamos. En un artículo del LA Times, firmado por Marylin Elias, se postula a la actividad onírica como una de las máximas herramientas no solo de evolución sino de supervivencia. Ahí psicólogos evolucionistas teorizan que los humanos empezaron a soñar para promover la supervivencia a través de ensayar una respuesta adaptativa a los desafíos. “En la prehistoria era algo como ‘¿qué hago para escaparme de tigres diente de sable?”‘, dice la psicoterapeuta Sandy Ginsberg, argumentando que los sueños son escenarios virtuales para ensayar soluciones que de otra forma, en un escenario “real”, nos costarían la vida. “Todavía estamos soñando cómo sobrevivir”, concluye.
Tal vez los sueños no sean (únicamente) el portal de acceso a nuestro subconsciente, o quizá incluso vayan más allá de un sistema que nos permite el desarrollo de habilidades y aptitudes existenciales, o de sus funciones biológicas en torno al aprendizaje de nuevo conocimiento. Tal vez la actividad onírica es en sí un mecanismo que nos permite rediseñar ciertos aspectos de nuestro modelo de realidad, como una oportunidad para entablar formas de interacción tanto al interior, en nuestras dinámicas mentales, como al exterior, en nuestra relación con el mundo que nos rodea (y que a la vez representa un espejo de nuestro interior) y así afinar casi ineludiblemente el mayor don con que fuimos agraciados los humanos: configurar nuevas realidades.
Pero aún tomando en cuenta las incontables mieles del soñar que hemos logrado detectar a lo largo de siglos o milenios de reflexión en torno al mundo de los sueños, lo cierto es que aún quedan cientos de interrogantes que nos separan, o al menos separan a nuestro acceso racional, de entender con plenitud la magia de este arte bioquímico (haciendo alquimia con realidades posibles). Y al parecer la única manera de dilucidar íntegramente el multifacético enigma onírico, encontrando así la respuesta a sus excitantes interrogantes, solo se conseguirá andando el sendero más obvio en el laberinto reflexivo, es decir, soñando.
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